jueves, 29 de marzo de 2012

El secreto que habita en el laberinto de la rosa (en el homenaje a Roberto López Moreno)


Roberto López Moreno, un mago de la poesía

Por Adriana Tafoya

(Él dijo) Desde el primer día que la vi, supe que era la única, cuando me miró fijamente a los ojos y me sonrió, porque sus labios eran del color de las rosas, ellas crecían en el río, todas sangrientas y salvajes. (Y ella responde) En el tercer día, me llevó al río, me mostró las rosas y nos besamos, y lo último que oí fueron unas palabras susurradas, mientras se me acercó con una piedra en su puño. (Y él respondió) En el último día, la llevé donde crecen las rosas salvajes, y ella se sentó en el banco, con el suave viento como un ladrón, y le di el beso del adiós, le dije: “Toda la belleza debe morir”.  Donde las salvajes rosas crecen, Nick Cave.
                                              
Roberto López Moreno nació en Huixtla, Chiapas, lugar donde abundan las espinas, en 1942, y es en el inicio de una era macabra, 1968, año de la matanza en la plaza de las tres culturas, cuando aparece su primer libro: Trilogía entre la sal y el fuego. Posteriormente nos ha entregado, a todos sus lectores, más de cincuenta títulos de una enigmática obra literaria;  por mencionar algunos: De la muerte violencia su estrofa erizada maúlla a las nubes un trágico final, sobre las azoteas el gato escribe, 1980, Motivos para la danza, 1986, Manco y loco, ¡arde!, 1991, Verbario de varia hoguera, 1993, Négridas, 1998, Ábrara, 2004, E=mc2 y El libro sexto. La construcción de la rosa, 2009 y Versalía, 2010.
Si leemos a Roberto López Moreno con la suficiente atención, nos percataremos de que estamos ante un mago, un alquimista. Y no sólo es una forma metafórica de decirlo, sino que el poeta López Moreno es un genuino maestro de la magia. Un conocedor a fondo de la rosa en la palabra, y también un orquestador del canto.
Lo mejor que puede sucederle a un mago, es que su magia surta efecto en sus lectores, y en otros poetas. Y así ha sido el caso de López Moreno, pues en éste, nuestro tiempo, está más vigente que nunca, porque su obra mantiene esa frescura que ha influido, sea ya de manera directa o indirecta, en poetas ya reconocidos como Ricardo Castillo, Ángel Carlos Sánchez y Jeremías Marquines, así como en poetas más jóvenes, por mencionar a otros, Rocío Cerón, Eduardo Ribé, Esaú Corona, Balam Rodrigo y Yaxkin Melchy. Sea por la mnemotecnia versal, por el carácter combativo del poema, o por la compleja experimentación del verso, sea por la inclusión de partituras como parte del cuerpo de un poema, por la onomatopeya o el calambur como una constante musical, por la peculiar estética “chiapaneca” de su poesía, o por sumar al texto lenguajes matemáticos, la poesía lopezmoreniana es, no sólo de una vigencia sorprendente, sino que en muchos sentidos es una obra que está trazada para sobrevivir en la boca de los futuros poetas, en el canto de los juglares de otras generaciones, y no únicamente en las bibliotecas.  
Él es un poeta que nunca le ha dado, ni le dará la espalda a lo popular, y también un arquitecto que alimenta su pluma en el tintero del canto para fundirse con la sonoridad de los pájaros, sea de día o de noche, y con el dominio de los cuatro elementos simbólicos de la materia. Es, por qué no decirlo, un científico de la lengua que, ocupa su tecnología en un verso que apunta en favor de todos.
Todo aquellos poetas con el entusiasmo de lo experimental, con el verdadero interés de mezclar la oralidad en una probeta, o de componer la nomenclatura de una sinfonía con palabras, tienen la obligación de leer a Roberto López Moreno, que sin afán de convencer, ni persuadir, ha construido una obra misteriosa, de un alcance que registra diversos tonos (escalas y armonías), decibeles que nivelan en múltiples ensayos escriturales, todas las formas: Poemurales, como él ha denominado a estas creaciones que buscan guardar los límites del universo en las paredes de la página en blanco.
Jardinero de múltiples rosas es Roberto, pues su obra más que una rosa es una amapola infinita. Rosa de viento, de fósforo, “rosa de mercurio, alquimia portentosa del eje de la magia” (p. 50), rosa de mar, rosa de Huidobro, de Góngora, rosa cerebral, e incluso, invoca aquella rosa que “Asbaje sembró en América”, como aquel capullo que embaraza a una virgen con su aroma, en la tradición más antigua. Constructor de la estrella de pétalos humeantes, báculo de espinas, cito:
Rosa filosofal
desde la piedra que guarda los misterios,
moho de los siglos, dédalo en el que se fue forjando la conciencia;
neuma en las cantilaciones de la garganta precursora,
baja punzo de luz,
¿cómo se llaman sus cuatro aromas cardinales?:
Gálica, Damasco, Centifolia, Alba,
zumo de attar, soma de las concentraciones… p. 40
López Moreno es un ávido interlocutor de Rilke, Borges, Barba Jacob, Lezama Lima y Enrique González Rojo, y crea su rosa gracias a la ceremonia, al ritual de la escritura, que se repite una y otra vez, en los ciclos, en las medidas de los ciclos de nuestros años, a través de los estribillos, los coros, y sabe como gran poeta, que el lenguaje es un ruido, un siseo que florece en el oído, e impulsa al “oyente” a decir, y actuar de acuerdo a lo que “zumba”. Un mago simbolista, que conforma pautados para el Minotauro del poema. Un constructor de tradición. Cito, de su libro La construcción de la rosa (p. 33):
El que puede inventar que puede inventar la vida
entre derivaciones de formol y amonio.
El que puede elevar la frente en la tormenta.
El que puede entre el pulgar y el índice.
El que puede.
Este es, a partir de ahora, el nuevo rayo en donde sueña
el que puede cambiar la irradiación del número,
el que puede en la palanca y en la rueda,
el que puede en el milagro del lenguaje, en la roca grabada,
el que puede.
Ahora conceptos y designaciones serán libre albedrío del que puede.
Roberto López Moreno también significa, lo que varios filósofos y lingüistas, poetas incluso, vaticinan desde hace un tiempo: el regreso de la oralidad. Representante, antecesor es de poetas que necesitan de la poesía en voz alta, y que actualmente se acomodan en estructuras musicales que arribaron con el slam de Estados Unidos, pero que tienen en Roberto una futura guía para contextualizar sus deseos de tener magia en la poesía (refiriéndonos a sus textos). Esta creciente “efervescencia” de la oralidad en el nuevo milenio, a través de la lectura y declamación de poesía en calles, bares, cantinas, etc., de cinco años para acá, no es gratuita, y en mucho, sus exponentes parecieran hijos de la poesía lopezmoreniana.
López Moreno es un poeta que sabe mantener el dedo en el renglón, cito, “hay un dedo que mata. Ese es el dedo que bajó hasta las casa en la hora maldita” (p.119) para que una vez culminada la destrucción del ciclo, haya algo más, una Rosa diferente a esta que ahora gobierna; así, nos atrae al laberinto de un huracán, e intenta religarnos al mundo para que nadie quede fuera de la espiral.
Más que lo culto, Roberto es lo experimental desde una raíz fónica, que se vuelve fórmula o algoritmo, vector para trazar un aleteo en medio de la hoja, o en la frente, como un ojo que canta y con cada parpadeo nos habla; para el poeta Roberto López Moreno el canto es la mirada misma, y no la imagen, no la metáfora incluso, sino la realidad que se transforma en sonido, en danza gutural, o en carrasposa melodía; en partitura de una partida de ajedrez, o en el tarareo de un hombre que camina por el malecón para tentar al mar a que lo arranque de la tierra de un manotazo. Al parecer, a Roberto López Moreno le es dado caminar no sólo sobre una cuerda, para sortear el abismo, sino sobre cinco, y en diferentes notas: es música, su poesía es ruido, y el sonido de los engranes, más que los engranes mismos, es el polvo invisible que dejan las palabras cuando no alcanzan a entenderse: la música de un sol que con cada uno de sus dedos toca una guitarra distinta. De algún modo, Roberto nos invita a que seamos nosotros los que metaforicemos su mundo; porque él es un susurro que empuja al suicida (al kamikaze) a que cumpla cabal su destino, o al imperioso a que conforme su imperio. Es el discurso más peligroso de los “tiempos”, el del escriba que construye, o recompone el orden sonoro de lo que serán las “palabras” en otro tiempo; él dice Ábrara, y continúa de ahí palabra adelante hasta volverse otra vez Ábrara; volverse esta vez árbol, coronado de innumerables rosas, y cito:
Soy este cuerpo cargado de existencias,
alucinante tejido de vidas y de muertes,
de vidas y de vidas,
de muertes y de esta cabellera siempre verde, poblada de alas,
Soy mi sangre, cargada de hormigas,
suben desde mis plantas hasta las altas ramas,
hasta la altura
donde gorjea el verbo triunfal de su poema.  (p. 35)