Por Hiram Barrios
1.- La musa nació cantando
Los vínculos entre la poesía y la música
son tan estrechos que ni los hábitos de lectura actuales pueden soslayarlos.
Rapsodas, juglares, trovadores o troveros cantaron con la lira y esta herencia signó de forma definitiva el género, que por
nada se conoce como lírico. El siglo
XIX, cuando la poesía ya era, casi siempre, degustada en la hoja de papel,
Téophile Gautier aseguró que el poema era para ser leído. Tras él han sido
muchos los que han apoyado esta noción (Alfonso Reyes, entre ellos). Y es
difícil imaginarlo de otra forma. El protocolo de lectura así parece exigirlo:
adquirir un título de poesía, leerlo en la comodidad del hogar, en el claustro,
en el barullo del transporte público o donde fuere, según el ánimo o la
costumbre del lector. Las lecturas poéticas son pocas y sólo en estos espacios
se rompe el hábito. Sin embargo, la poesía sigue siendo en esencia musical.
Baste con enlistar a los autores cuyos versos suelen musicalizarse con ahínco:
Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda,
Gabriela Mistral, Nicolás Guillén, Ernesto Cardenal, Juana de Ibarboru y un
largo, larguísimo etcétera de poetas cuya palabra ha sido cantada.
La
vanguardia trató de rescatar la musicalidad del verso y de elevar el sonido a
prioridad en el ejercicio de lo poético. No deja de ser curioso que, en la
actualidad, colectivos de poesía intenten mostrar una vocación innovadora sólo
por acompañar con música electrónica una composición poética. Quien escuche la
discografía, por ejemplo, de Motín poeta entenderá.
El denuesto por la musicalidad inherente, intrínseca del verso, es evidente en
estos trabajos que parecen no entender la naturaleza misma de la palabra.
Ejercicios lúdicos que merecen ser escuchados, pese a las taras que a todas
luces exponen.
2.- El rock y la poesía
Ignoro el momento exacto en el que el
rock y la poesía estrecharon la mano. Lo cierto es que desde los orígenes del
género musical el coqueteo entre estos fue latente. Hay canciones cuyas letras
son más poéticas que muchos textos que se precian de serlo, y viceversa, poemas
a los que únicamente les falta el solo de guitarra para entonarse, voz en
cuello, en un concierto de rock. Los
escritores de la Onda pusieron el dedo en el renglón. En la ruta de la Onda (1972), Parménides García Saldaña señaló la
importancia del rock para la juventud de la década de los sesenta y principios
de los setenta. Éste, portavoz de esa generación, y muchas otras que devendrán,
representa una protesta cultural que cuestionó con vehemencia los valores en
turno y la posición de la juventud frente a los aparatos de poder. El rock y la
poesía empatan precisamente por ese hálito de rebelión, por el ánimo
contestatario que les es natural.
El
rock mexicano de los setenta y los ochenta, con sus mezclas de ritmos
autóctonos (el huapango, el son, el corrido, la música ranchera), sus exploraciones
en los vericuetos verbales del lenguaje citadino, aunado a las peripecias y la
filosofía de vida de la urbe, promovieron una forma muy particular de
identificación entre la juventud que buscaba enarbolar una crítica social que
respondiera a sus inquietudes más profundas. El rock, conocido con el
calificativo de “rupestre”, legó juglares modernos que retrataron la intimidad
de la ciudad con un lenguaje que reflejaba el habla de una juventud que
entiende e interpreta su mundo de manera diferente a la de sus predecesores. El
libro Rupestre (2013), de Jorge Pantoja, acaso sea el mejor
referente para acercarse a este movimiento de mucha actualidad. La música de aquéllos comienza a despertar
el interés entre la intelectualidad mexicana, no así las letras de estos juglares, en denuesto generalizado por la alta
cultura, que siguen necesitando una aproximación veraz que redimensione su
contenido y su forma literaria, pues es innegable las semejanzas que guardan
con no pocas poéticas que fueron sus contemporáneas.
3.- Glosar
rupestre
Glosar
rupestre, título de Jorge Aguilera López, se erige como un
homenaje a la propuesta y la protesta cultural encabezada por aquellos músicos.
En éste, las canciones que la cuidad le grita al poeta adquieren una
musicalidad propia. Poemas, algunos de ellos finamente asonantados, en los que
se atisba un desgarbo, una crudeza que hace del verso una verdadera rasgadura. Se
trata de un libro sumamente sugerente que debe leerse con detenimiento para
hallar los ecos, las reminiscencias y las presencias que se aluden siempre a
manera de glosa: comentario, explicación, apostilla.
La ciudad bien podría
ser uno de los motivos principales de este libro. Una ciudad vista desde la
palabra. En esto halla un vínculo con los juglares rupestres. La palabra
“Glosa” en el título es significativa porque marca el derrotero que tomará el
libro. No se trata de una repetición o de una adaptación de las letras del rock
rupestre, es algo más complejo. Es, también, una crítica a este movimiento. De
otra forma estaríamos ante un epígono, un imitador acaso. Pero quien se acerque
al libro descubrirá que se trata de un poeta de vocación.
El vocabulario del
libro es en parte antipoético. En parte porque Aguilera López sabe cómo y cuándo detenerse, virar y
recomenzar el camino para asir un lenguaje propio. Lejos estamos del lenguaje ñerito que profetizaba
Parménides García Saldaña, pero no tan distante de los primeros antipoemas de
Nicanor Parra. Aguilera López nos
recuerda, no sin razón, que la “pinche
piedra / sigue victimando / al viejo, / al ebrio / a la puta, / al poeta / al
asesino, / a Dios.” Concuerdo con los editores al señalar que se trata de “un
libro que se arriesga como pocos en México, a abordar abiertamente con una
postura popular de la poesía, el ejercicio lúdico y reflexivo de la tradición
poética en la obra propia.” Acaso no hay mejores palabras: en este libro hay
riesgo, hay sensatez, hay humor y la mezcla de estos es de sumo apetecible.
Desconozco cuánto tiempo gastó el poeta en
conformar este volumen. Me niego a pensar que fue hecho en un lapso breve. Es
un título muy cuidado, que delata una pluma observadora y paciente. (Quizá me
equivoque, quizá fue elaborado en poco tiempo, lo que hablaría del genio del
autor). Aunque un mismo aire de familia permea en todo el libro, cada sección
es distinta de la precedente, y de la que deviene. Hay al menos dos poetas en Glosar rupestre. En otra ocasión abordaré este punto. Baste
decir que se trata de un libro que augura una propuesta fresca que merece
ponderarse en beneficio de la poesía que se escribe hoy en el país. Una lectura
necesaria para completar el panorama de la lírica mexicana reciente y
comprender la complejidad de la misma.
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